El tren subterráneo avanza dando tumbos y las ruedas rechinan con más furia que nunca sobre los rieles. Fuera, reina el intenso frío del invierno, y la monótona bahía de Arsta, en Suecia, se abre como un enorme bostezo debajo del tren. El vagón está repleto de pasajeros helados, ensimismados y aburridos. ¡Buenos días!
De pronto, un niñito se abre paso entre las inconmovibles piernas de los adultos —que de mala gana se mueven para dejarlo pasar—, y ocupa el asiento del fondo. Se acomoda junto a la ventanilla, rodeado de adultos hostiles y hastiados. "¡Qué valiente!" me digo. Su padre se ha quedado junto a la puerta, detrás de mí. El tren sigue su marcha bamboleante hacia el inframundo. Entonces, sin que medie nada y en menos de lo que canta un gallo, ocurre algo insólito. El serio muchachito se desliza del asiento y apoya su mano en mi rodilla. Por un instante pienso que quiere regresar al lado de su padre, de modo que hago el intento de dejarlo pasar. Pero en lugar de ello, se inclina hacia delante y alza la cabeza, Me digo: "Quiere decirme algo al oído. ¡Qué cosas tienen los niños!" Agacho la cabeza para oír el mensaje. ¡Pero me he equivocado otra vez! Lo que recibo es un sonoro beso en la mejilla.
El pequeño vuelve a su asiento, se apoya contra el respaldo, y sigue mirando por la ventanilla como si nada. Yo, por mi parte, me he quedado de una pieza. ¿Qué ha ocurrido? Un niño desconocido besando adultos en el metro. ¿Cómo es posible que alguien tenga deseos de besar a criaturas tan hirsutas como nosotros? En seguida, todos mis vecinos de asiento reciben sendos besos. Nerviosos y perplejos, le sonreímos al padre.