viernes, 27 de mayo de 2011

Visita a @centroGAM: Una experiencia triste

Como tengo amigos que no viven en Santiago, suelo hacer fotos y vídeos de diversos lugares de mi ciudad para compartirlos con ellos. Uno que es atractivo para ellos es el Centro Cultural Gabriela Mistral (GAM), pues aloja en un edificio lleno de historia numerosas actividades interesantes: Literatura, teatro, escultura, música, etc. Así, hace unos días lo visité con la intención de obtener imágenes y compartirlas con mis amigos.

 

Días antes había preguntado a un guardia del GAM si podía hacer fotos y vídeos allí, y me dijo muy amablemente que no había problema. De modo que me puse a la tarea sin más. Cuando ingresé a la librería “Lea +”, sin embargo, solicité permiso para tomar imágenes, pues entendí que —aun estando dentro de las instalaciones del GAM— se trataba de un sitio con administración distinta. Los muchachos que me atendieron me dijeron que no era problema alguno. Uno de ellos incluso hizo mientras lo grababa una cordial invitación en inglés y francés a visitar la librería. Como tengo amigos que hablan inglés, con los que compartimos material por Internet, esto me pareció muy agradable. De hecho, el que el GAM tenga casi toda su señalética en inglés y español hizo que obtuviera muchas imágenes de ellas para compartirlas con estos amigos angloparlantes.

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Teniendo ya imágenes de casi todo el centro, ingresé a la Biblioteca. Tras dejar mi bolso en los casilleros, me acerqué al mesón de préstamos y devoluciones de libros. El joven que me atendió escuchó con interés cuáles eran mis intenciones, y me señaló que lo mejor sería acercarme a Administración, sobretodo porque el subir las imágenes a Internet hacía el escenario distinto a si las dejara almacenadas en mi teléfono. Me dijo que incluso era probable que un guía me ayudara y fuera relatando dónde estábamos ¡quizás incluso en inglés! Eso me pareció genial. Así es que volví a los casilleros, saqué mi bolso, recuperé mis cien pesos, y me dirigí a Administración, que está en el edificio opuesto al de la biblioteca.

 

En la puerta de Administración un guardia me preguntó qué necesitaba. Le expliqué. Sin mayor dilación, me señaló a través de la mampara a un mesón, y me dijo que hablara con la joven que estaba detrás. Lo hice. Saludé a la funcionaria, quien tras darme una breve mirada siguió haciendo algo que yo no lograba ver detrás del mesón. Supuse que, a pesar de estar ocupada su mirada en otra cosa, su oídos sí me estaban atendiendo, de modo que le expliqué por qué estaba allí.

 

—A ver, entonces ¿usted quiere un espacio? —me preguntó.

—No, no quiero un espacio. Sólo quiero sacar fotos y hacer vídeos. Pero me sugirieron que pidiera permiso aquí. —volví a explicarle.

—Pero, ¿usted viene de algún instituto de inglés? —replicó. A esta altura me di cuenta de que no parecía haberme escuchado. Lo cierto era que no había entendido mis intenciones. Le volví a explicar:

—No, no soy de un instituto de inglés. Somos un grupo de amigos que compartimos en inglés y practicamos inglés. Es para ellos que me interesa obtener imágenes de la señalética bilingüe; para compartirlas con ellos por Internet.

—El centro [GAM] es público —me explicó sin mirarme, pues no había vuelto a elevar la mirada hacia mí durante todo el diálogo—, así es que puede sacar todas las imágenes que quiera. Excepto la Administración, que no es pública. Pero todo lo demás es. Si quiere, vaya a donde los guías. Ellos le pueden ayudar más.

 

Le pregunté dónde estaban los guías y —aún sin mirarme— me explicó dónde estaban. Seguí sus instrucciones y atravesé el edificio hasta llegar a donde estaban los guías. Estaban rodeados de por lo menos 20 personas. Era evidente que estaban ocupados. Ya que sólo me faltaban imágenes de la biblioteca, y como me había dicho la chica de Administración, al igual que los guardias en días anteriores, que se podía hacer fotos y vídeos sin problemas ni autorización especial, decidí prescindir del servicio de los guías y me dirigí a la biblioteca nuevamente.

 

Volví a dejar mi bolsito en uno de los casilleros, y me dirigí al mesón. El joven que me había atendido estaba hablando por teléfono. Aunque pude haber pasado y empezado a obtener imágenes sin mayor trámite, preferí esperar. Tras un breve instante, el funcionario colgó el teléfono y me dirigió su atención.

 

—¿Cómo te fue? —me dijo.

—No me pescaron mucho —le expliqué, y procedí a hacerle un breve relato de mi visita a Administración. Él expresó su sorpresa por la respuesta que recibí, completamente distinta a la que él esperaba. Yo le dije que no importaba, que entendía, y que me faltaba tomar imágines sólo de la biblioteca, y que eso pretendía hacer.

—No es problema, ¿verdad? —le pregunté.

—A ver, mejor espera, por favor —me dijo mientras levantaba el auricular del teléfono. Explicó en pocas palabras mi presencia e intenciones, colgó y me invitó a seguirlo. Me hizo cruzar una mampara donde había una hoja blanca pegada que decía “Sólo personal autorizado”. Luego nos dirigimos a una oficina pequeña, y con un gesto de la mano me invitó a pasar.

—Muchas gracias —le dije.

—De nada —me contestó con amabilidad, y pasé.

 

Ya dentro de la oficina saludé a la señora que encontré sentada tras un escritorio. Ella respondió mi saludo. Hubo un momento de silencio mientras yo estaba de pie al lado de su escritorio. Como no me invitó a sentarme ni a explicarme, tomé la iniciativa e hice ambas cosas sin esperar más. La señora me escuchó y dijo:

 

—No me parece bien la respuesta que te dieron. ¿Tú ya tienes imágenes?

—Sí

—¿Y con permiso de quién? —me espetó con tono de reprobación.

—De Administración —le repetí—. Yo ya pregunté y me dijeron que no había problema. En todo caso, yo no he publicado nada. Las imágenes están aquí —dije mientras levantaba mi teléfono móvil. Ella levantó el auricular de su teléfono fijo y marcó un número mientras hacía un gesto de “no” con la cabeza.

 

Habló con alguien de Administración y al terminar me dijo:

 

—Ya. Anda a Administración y habla con “Laura Esteves” (he cambiado los nombres para proteger la privacidad de los involucrados) para que no tengas problemas.

—¿Ella sabe que yo voy para allá?

—Sí, sí sabe.

—Digo, para que la joven del mesón no me detenga y me dé la misma respuesta que ya me dio.

—No, no. Tu anda y dile que vas a hablar con “Laura Esteves”

 

Bajé del tercer piso del edificio A y me dirigí a través del patio central hacia el edificio B. Bajé, una vez más, al subterráneo y caminé hasta Administración. Otra vez el guardia me preguntó a qué iba. Le dije que iba a hablar con “Laura Esteves” y a la mención del nombre no esperó más explicación y me hizo pasar a hablar nuevamente con la joven del mesón. Ella me volvió a mirar brevemente, sin decirme nada. Una vez más fui yo quien debió tomar la iniciativa y le expliqué que en la biblioteca no me habían permitido tomar imágenes sin hablar primero con “Laura Esteves”. La joven ya había bajado la mirada y sin apartar sus ojos del teléfono en el que marcaba un número, me dijo:

 

—¿Habló con los guías, como le dije?

—No —le respondí.

 

Entonces habló por teléfono con una “Laura”. Cortó. No me dijo nada. Fui yo quien interrumpió el silencio para preguntarle si “Laura” vendría al mesón. Me dijo que me iban a atender. Tras una espera de uno o dos minutos, apareció una mujer de la puerta que estaba detrás de mí. Me miró. La miré.

 

—¿“Laura Esteves”? —dije mientras extendía mi mano para saludarla.

—No —me dijo, sin extender su mano. Tras unos segundos, me di cuenta de que ella no iba a estrechar mi mano, así es que la bajé—. Soy “Laura Yévenes”.

 

Entonces, una vez más, expliqué mis intenciones: Que quería obtener imágenes del centro y compartirlas con un grupo de amigos en Internet, debido a que el centro GAM es interesante para los que no viven en Santiago y a que la señalética del lugar estaba en inglés y en español, cosa muy atractiva para nosotros que incentivamos el uso del inglés en la vida diaria en Chile.

 

Me escuchó, y me dijo que le escribiera un correo con lo que le había explicado, para que ella lo hiciera llegar a las personas que corresponden. Que ella no era la persona que debía autorizar algo así, aunque sí estaba relacionada en su labor con la persona que sí. Me dio su correo. Aproveché el momento para preguntarle a qué se debía la ambigüedad con la que me había encontrado: Los guardias me dijeron que sí, algunos funcionarios que no; otros, la misma versión de los guardias, y ahora tendría que esperar una respuesta por correo.

 

Me contestó que el lugar era público, pero que eso no significaba que se pudiera usar de escenario para cualquier cosa. Que una vez se encontraron con que una empresa de telecomunicaciones (¿la menciono? No, mejor no. No ahora) estaba filmando un comercial en el recinto sin haber pedido autorización y que eso no era aceptable. Nuestra breve entrevista terminó con un “muchas gracias” mío y un “hasta luego” suyo, y yo volví a subir. Aprovechando que el GAM tiene Internet inalámbrico abierto al público, me conecté y envié de inmediato el correo. Hasta ahora (4 días después) no he recibido respuesta.

 

La experiencia que describo me dejó un sabor amargo. Y me llevó a reflexionar sobre algunas cosas.

 

Es innegable que un recinto como GAM necesita cuidar su imagen y tiene pleno derecho a tener una política sobre la obtención de imágenes en su interior y su utilización. No estoy en contra de eso. Al contrario: Lamento que un lugar como GAM no tenga una política clara sobre el tema, tanto así que sus funcionarios no hayan sido capaces de darme una respuesta única y coherente cuando les pregunté.

 

Pero lo que más lamento es otra cosa: La actitud de desprecio con la que me encontré. Hay muchos gestos que no se pueden plasmar en un papel con el mismo efecto que si se viven en persona. Esos detalles, íntimamente relacionados con los modales, hicieron que me sintiera despreciado, como si yo fuera una molestia para personas que estaban ocupadas en cosas mucho más importantes. Aclaro de inmediato que no fueron los guardias ni los funcionarios que atienden público quienes me hicieron sentir así. Fue cuando pasé tras bambalinas que me topé con esos mensajes no verbales de desprecio. ¿Habrá tenido que ver mi apariencia en esto? Uso el pelo largo y ese día una barba hirsuta que definitivamente me dan una apariencia informal. Sería una pena que un centro cultural fuera escenario de discriminación por la apariencia de los individuos, o de cualquier tipo de discriminación. La cultura es, por definición, inclusiva, humanista. Lamentablemente muchas veces los altivos la usan como instrumento de discriminación. Al estilo de “yo soy culto, tú no. Soy mejor que tú”.

 

Pero mi mayor pena es que esto suceda en un centro cultural que se aloja en el edificio Gabriela Mistral: el construido en 275 días y terminado 3 abril de 1972 por obreros, técnicos, artistas y profesionales como un símbolo del espíritu de trabajo, la capacidad creadora y el esfuerzo del pueblo de Chile; para parafrasear el grabado de la piedra que se instaló en el recinto para su inauguración hace casi 40 años. No es ese el espíritu con el que me encontré tras bambalinas en el centro GAM.

 

Quizá haya quien me encuentre exagerado. Quizás lo soy. Aunque no creo. Más me parece que soy incapaz de exponer con éxito por escrito lo que viví. Los gestos de desprecio, las miradas de desdén, la falta de buenos modales. Los silencios.

 

Mi llamado al centro GAM es a mejorar su relación con las personas. Y a recordar que está alojado en un edificio que es un símbolo de la igualdad de los humanos más allá de su función en la sociedad, y del espíritu de unidad y esfuerzo del pueblo de Chile.

 

Y mi reflexión tras esta experiencia la extiendo a todos. Una anécdota como esta, que bien podría pasar por alto, me ha servido para ilustrar lo lamentable que es el despreciar a otras personas, y las ventajas de una sonrisa, de la unidad, el aprecio y el amor al prójimo.

 

Somos complejos los humanos.

 

 

martes, 24 de mayo de 2011

Un beso antes de partir )

El tren subterráneo avanza dando tumbos y las ruedas rechinan con más furia que nunca sobre los rieles. Fuera, reina el intenso frío del invierno, y la monótona bahía de Arsta, en Suecia, se abre como un enorme bostezo debajo del tren. El vagón está repleto de pasajeros helados, ensimismados y aburridos. ¡Buenos días!

De pronto, un niñito se abre paso entre las inconmovibles piernas de los adultos —que de mala gana se mueven para dejarlo pasar—, y ocupa el asiento del fondo. Se acomoda junto a la ventanilla, rodeado de adultos hostiles y hastiados. "¡Qué valiente!" me digo. Su padre se ha quedado junto a la puerta, detrás de mí. El tren sigue su marcha bamboleante hacia el inframundo. Entonces, sin que medie nada y en menos de lo que canta un gallo, ocurre algo insólito. El serio muchachito se desliza del asiento y apoya su mano en mi rodilla. Por un instante pienso que quiere regresar al lado de su padre, de modo que hago el intento de dejarlo pasar. Pero en lugar de ello, se inclina hacia delante y alza la cabeza, Me digo: "Quiere decirme algo al oído. ¡Qué cosas tienen los niños!" Agacho la cabeza para oír el mensaje. ¡Pero me he equivocado otra vez! Lo que recibo es un sonoro beso en la mejilla.

El pequeño vuelve a su asiento, se apoya contra el respaldo, y sigue mirando por la ventanilla como si nada. Yo, por mi parte, me he quedado de una pieza. ¿Qué ha ocurrido? Un niño desconocido besando adultos en el metro. ¿Cómo es posible que alguien tenga deseos de besar a criaturas tan hirsutas como nosotros? En seguida, todos mis vecinos de asiento reciben sendos besos. Nerviosos y perplejos, le sonreímos al padre.

domingo, 22 de mayo de 2011

Paz

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No tiene color político. Tampoco es religiosa ni atea ni agnóstica. No tiene género, y casi no tiene edad. La violencia es transversal. La Historia ha visto que la usan religiosos, ateos, hombres, mujeres, niños, adultos, jóvenes, izquierdistas, derechistas, civiles, uniformados, etc. Y ha sido a nivel global, internacional, nacional, estatal, regional, local, de pueblo, de barrio, de pandillas, de familias, o intrafamiliar; incluso ha habido millones que la han usado contra sí mismos: El nivel personal también debe mencionarse como permeado por la violencia.

¿Qué hay dentro de nosotros, extraños seres, que nos lleva a agredir y destruir lo que ha costado construir, y muchas veces no puede recuperarse? ¿Por qué llega ese momento en el que consideramos justificable lo que en otras circunstancias habríamos condenado? ¿Por qué golpear a otro de pronto es lo correcto? ¿Quién decide cuándo matar no es asesinato sino un acto heroico, poniéndole nombres como "defensa de la patria" y similares?

¿Por qué hay ocasiones en las que encontramos un regocijo perverso en el sufrimiento ajeno? (Quien diga que nunca ha conocido este regocijo o es un mentiroso o es un santo) ¿Qué nos hace gritarle a nuestros hijos —por los que siempre decimos que daríamos la vida— y hacerles daño sicológico y emocional? ¿Cómo puede alguien que sufriría enormemente sin su pareja darle una bofetada a ésta? ¿Cómo somos capaces de ver a alguien llorando, afligido, y seguir diciéndole palabras hirientes? ¿Por qué herimos a quienes decimos amar?

¿Por qué es tan fácil hacer que una multitud sea destructiva, y tan difícil hacerla constructiva? ¿Por qué es tan fácil hacer enojar y tan difícil hacer reír? ¿Por qué tomamos partido por nuestros países en contra de otros sin siquiera detenernos a pensar que nuestros gobernantes pueden estar equivocados, o incluso ser malvados, y estar arrastrándonos a un verdadero crímen en contra de ese otro pueblo o nación?

¿Por qué, si lloramos por sus efectos, no nos resolvemos a no dejarle espacio? ¿Por qué nos permitimos la violencia?

Somos complejos los humanos.

jueves, 12 de mayo de 2011

Economía ¿una ciencia dogmática?

¿Le gusta escuchar programas de radio o leer artículos sobre economía? Aparentemente, a la amplia mayoría de las personas no mucho. Sin embargo, hay más interesados en el tema de lo que parece, y aun entre los que no se sienten apasionados por él hay muchos que se informan aunque sea un poco sobre el asunto. Y no debe sorprendernos: La economía nos toca a todos. Cada vez que sube el precio de los combustibles todos nos vemos afectados, de un modo u otro, por citar sólo un ejemplo. 

Por eso, cada vez que un economista habla lo escuchamos con atención, tratando de quedar lo mejor informados posible sobre lo que se nos viene encima y cómo se verán afectados nuestros bolsillos. Confiamos en que los economistas son profesionales; que la economía es una ciencia. Y, por favor, no me malinterpreten: No estoy diciendo que no lo sea. Sin embargo, convengamos —cuando menos— en que está muy lejos de ser una ciencia exacta. En ella hay mucho de especulación y de opinión personal. Es en esto, lo de la opinión personal, donde yace lo no científico, y —por tanto— donde radica el peligro al que quiero apuntar: El dogmatismo.

Muy pocas veces he oído a un economista criticar el sistema económico. Máximo discute si el Banco Central debe o no bajar la tasa de interés, o si el Gobierno debe o no intervenir para detener la caída del dólar. Pero ¿cuántas veces han oído a un economista cuestionar la existencia misma del Banco Central? ¿o el papel del Estado en la Economía? ¿o la existencia —ya que estamos en ello— del Estado? 

La forma como se habla de economía da a entender que el sistema es incuestionable.

No dije "infalible". Dije "incuestionable". Muchos economistas sí han apuntado a las fallas del sistema. Pero, en general, tratan de solucionarlas —si es que realmente tratan— con elementos del mismo sistema. No plantean la idea de cambiarlo.

En otras palabras, tratan el sistema económico como si fuera un elemento de la naturaleza. Son menos revolucionarios e innovadores que los mismos biólogos, muchas veces, que han intentado —con diferentes grados de éxito— alterar genéticamente especies, o cosas similares. Lo que olvidamos, entonces, es que lo que la economía estudia no es un volcán o una célula —que estaban aquí antes que nosotros—, sino una serie de hechos, conductas e instituciones que nosotros mismos inventamos. Somos los creadores de quello que la ciencia llamada economía estudia. Por lo tanto, no hay motivo alguno para tratar a ese objeto de estudio como si fuera inalterable, incuestionable por parte de nosotros, sus creadores.

En esto, la economía es una ciencia más cercana a la sociología que a la biología, ya que estudia tendencias que hemos ido formando nosotros mismos, no elementos que estaban aquí antes de nosotros. Y hasta de ésta se diferencia en el hecho que la sociología estudia fenómenos y conductas que se dieron sin diseño previo, sino por la suma involuntaria de diversos elementos. En cambio, la economía estudia hechos e instituciones que se formaron a propósito. Sus creadores los diseñaron. 

No reconocer este hecho y hablar de economía como si el sistema fuera inalterable es dogmático, no es científico. La ciencia, por definición, es lo opuesto del dogma. Lo paradójico es que por la forma como se tratan las opiniones de los economistas, como si fueran hechos científicos y no opiniones, hacemos de la economía una "ciencia dogmática". 

Admito que a esta altura de la historia el sistema económico global es complejo, y requiere de estudio. No es eso lo que discuto. Tampoco cuestiono el que hay muchas partes del sistema que surgieron como una necesidad del mismo, sin mayor diseño por parte de algún humano. Pero, por favor, no hablemos de la economía como si se tratara de geología o biología. No hablemos de ella como si fuera inalterable, inmodificable.

¿Tiene alguna importancia práctica esto? ¡Claro que sí! Cada vez que surge alguna persona con la idea de modificar el sistema económico, o que simplemente no se traga los dogmas de los economistas, es tratado como "poco científico" por parte de la gran mayoría de los economistas. Pero, recuerden: En ese momento los economistas están dando una opinión, no enunciando un hecho científico.

Por eso, cuando se habla de elecciones y se incluye la opinión de un economista, éste, la infinitamente mayor parte de las veces, tenderá a "satanizar" a aquellos candidatos que plantean modificar el sistema, aquellos que no ven el sistema económico como algo inalterable. Lo tratarán de irresponsable, aterrorizándonos con apocalípticas visiones del futuro de nuestros bolsillos. Y como nosotros no somos economistas, y ellos sí, los escuchamos como un paciente escucha a un médico, sin atrevernos a cuestionarlos. De ese modo, muchos electores —muchos más de los que se cree— cuando llegan a la urna hacen lo que los economistas dogmáticos les han dicho. Esto ha sido un factor clave en la perpetuación del sistema injusto en el que vivimos.

Por eso, la próxima vez que oiga a un economista, escúchelo con respeto a sus amplios y acuciosos estudios. Pero recuerde que lo que él ha estudiado es un sistema que otros humanos, como usted y como yo, diseñaron e implementaron; y no siempre con buenas intenciones. Algo, por tanto, que tenemos todo el derecho a modificar. No deje que lo asusten demasiado sus visiones "armagedónicas" del futuro ante la posible elección de un candidato que quiere cambiar el actual sistema económico lleno de injusticias. No permita que triunfe el dogmatismo.

La economía no es un volcán. Es una máquina.

Somos complejos los humanos.

martes, 3 de mayo de 2011

¿Por qué respetar los derechos humanos?

  • "El Gobierno de Obama, en vez de estar gastando dinero de los contribuyentes en proteger los derechos de los terroristas, debiese estar gastándolo en perseguirlos"
  • "Ahí qué derechos humanos, ni nada, si hay una guerra declarada. O sea, el tipo tiró un par de aviones contra unos edificios, no hay nada que respetarle"
Hay cosas que uno debe ganarse, como la confianza, y la mayoría de los tipos de amor. Pero otras que no tienen que ver con lo que uno haga para ganarlas o perderlas, sino que simplemente es lo natural que todos las tengamos: El amor de los padres, los cuidados, la alimentación y las atenciones concienzudas de la madre cuando somos bebés, etc.

La forma como algunos hablan de los derechos humanos muestra que creen que éstos son algo que pertenece al primer grupo: No es natural ni mucho menos inalienable e intrínseco de todo ser humano, sino algo que debe ganarse y que puede, en consecuencia, perderse.

Las citas de arriba son de un líder del partido Republicano de E.U.A., la primera, y de un hombre de radio en Chile, la segunda. Hablan de los derechos humanos de personas acusadas de terrorismo contra objetivos estadounidenses. Según ellos, estas personas han perdido el derecho a ser tratadas como todos los demás. Han actuado de tal modo que ya no tienen derechos.

Ni siquiera voy a mencionar la posibilidad de que estos acusados lo sean por error, y que pudieran ser inocentes de lo que se les imputa. Aunque esto es parte del tema, y es muy serio, para simplificar la exposición daremos por sentado que los acusados son de hecho responsables de los hechos que se les imputan. Suponiendo que ese sea el caso ¿hay alguna razón por la que debamos respetarle algún derecho a estos individuos? ¿o sus acciones los han desnudado de todo derecho posible, y cualquiera puede venir y ponerles una bala en la cabeza o tratarlos humillantemente?

Sí hay una razón por la que debemos seguir respetando sus derechos humanos fundamentales. Y es muy simple. Nosotros no somos como ellos. Así de sencillo. Se supone que los terroristas inhumanos e incivilizados son ellos. Sus ataques contra la sociedad civilizada buscan hacer que ésta se destruya. Cuando dejamos que la ira (incluso la justa) nos ciegue y nos haga actuar incivilizadamente, han ganado. Han hecho que nuestra sociedad deje de ser lo que se suponía que era, una organización elevada y culta, y se ponga al nivel de salvajes que sólo obedecen a sus impulsos e instintos. Nos hemos transformado en aquello que decimos combatir, que buscamos castigar.

Los derechos humanos no se ganan ni se pierden. Nadie, por malo que sea, deja de tener la dignidad que el mero hecho de ser humanos nos da. Respetar esa dignidad nos hace civilizados. No la respetamos porque los demás se lo han ganado. La respetamos porque nosotros somos civilizados. Dejar de respetar los derechos básicos del ser humano nos convierte en algo bastante menos que básico: En algo retrógrado.

Es una pena que haya quienes valoren tan poco la vida y la dignidad de sus congéneres. Con eso, se den cuenta de ello o no, están abaratando sus propias vidas.

Somos complejos los humanos.